Hay
cuestiones que han acompañado a la humanidad probablemente desde su más
tierna infancia; algunas de ellas no tienen respuesta, ni la tendrán
nunca, y no porque nuestra cognición limitada sea incapaz de
encontrarla, sino porque, sencillamente, no están bien formuladas (son
un “error del pavo inglés” si me permitís la expresión).
Otras
en cambio sí que pueden tenerla, y una de ellas ha sido cuestionada en
la mayor parte de las mitologías religiosas del mundo: ¿Cuál es el
origen del bien?
Muchas
son las personas que se lo han preguntado a lo largo de la historia, y
muchas más son las que aún se lo plantean. Es una de esas cuestiones
permanentes que ha hecho esforzarse a los grandes pensadores y han sido
tantos y tan importantes que si afirmáramos conocer la respuesta, y ello
hubiera sido posible gracias a la ciencia, a muchos les parecería
presuntuoso, exagerado e incluso puede que un insulto a religiones y
filosofías.
Pues,
si tantos grandes filósofos se lo han planteado, si tantas religiones
tienen explicaciones (aunque sean contradictorias), ¿cómo un simple
biólogo va a conocer la respuesta? Pues es tan sencillo porque cada
biólogo, parafraseando a Bernardo de Chartres, camina sobre hombros de
gigantes, y éstos son mucho más grandes que cualquier filósofo que haya
existido. Además, para hacer una simple tarta de manzana, es necesario
previamente crear un universo, como Carl Sagan nos enseñó. Gracias a que
conocemos la teoría evolutiva, y debido al trabajo de miles de
científicos, podemos aventurarnos a dar respuestas sólidas a cuestiones
como ésta.
El
bien, o la bondad, son sinónimos del altruismo estudiado por muchos
biólogos evolutivos. Es la capacidad de beneficiar a los demás a costa
de uno mismo. Durante mucho tiempo, incluso los científicos lo
consideraron algo exclusivo de nuestra especie, propio de esa supuesta
“consciencia superior humana”, inalcanzable para el resto de los
animales, que vivían supuestamente ajenos al sufrimiento de otros. Con
el tiempo descubrimos que no era así.
Se
han ido acumulando muchos ejemplos de comportamientos altruistas en
animales parecía como si actuasen en beneficio del grupo, o incluso de
su especie, aunque la acción supusiese riesgos, o la propia muerte del
animal.
El vídeo muestra a Binti Jua, gorila del zoo de Brookfield (EEUU) protegiendo a un niño que cayó al foso de los gorilas. El suceso se hizo muy famoso porque Binti (sobrina de la famosa Koko, que utiliza lenguaje de signos para comunicarse) protegió al niño herido, separándolo de los demás animales, y llevándolo donde los encargados del zoo pudiesen recogerlo. Quizás los más conocidos sean las hormigas y los murciélagos vampiros. En las sociedades de hormigas solo se reproduce la reina (ahora sabemos que pueden existir varias por cada hormiguero), mientras que las obreras se sacrifican “trabajando”, por los demás. Los vampiros son una subfamilia de murciélagos, compuesta únicamente por tres especies americanas. Debido a su fisiología tan especial tienen una fuerte dependencia por el alimento, si pasan dos días sin tomar sangre pueden llegar a morir. Cuando un animal vuelve con su grupo después de haberse alimentado, comparte el alimento con aquellos que no han tenido la misma suerte. Una acción que probablemente debilite al murciélago altruista, pero que puede salvar la vida del más débil. Un pequeño esfuerzo para un gran beneficio del prójimo. A medida que se realizaban estudios en biología, poco a poco comprobábamos que estos comportamientos aparentaban no tener sentido. Los requerimientos necesarios para que la evolución diese lugar a un comportamiento “por el bien del grupo” parecían casi imposibles de dilucidar. Fue W.D. Hamilton (1936-2000) quién dio con la solución. Hamilton, quien, en opinión de Richard Dawkins debería ser considerado como el más grande biólogo desde Darwin, es conocido por sus trabajos en el “sex ratio” o proporción de sexos, el origen parasitario del sexo, y por supuesto por la selección de parentesco (idea que fue originalmente sugerida por el mismísimo Darwin). Con un sencillísimo razonamiento (acompañado de una ecuación igualmente sencilla) Hamilton daba con la clave de gran parte de los comportamientos altruistas, que observamos en el mundo natural. Su tesis podría resumirse de la siguiente forma: cuanto más cercanamente emparentados estemos con alguien, más genes nuestros estarán presentes en ese individuo. Todo comportamiento que favorezca la reproducción de esos genes estará favoreciendo los nuestros, en una proporción directamente relacionada con la cercanía del parentesco. Esta es una idea de un poder enorme, de esas que cambian la historia de la ciencia. Richard Dawkins utiliza esta ecuación al hablar del poder de la selección natural como teoría evolutiva, pero es perfectamente aplicable a la selección por parentesco. Mientras que la simplicidad del razonamiento parece ridícula la cantidad de comportamientos que explica es enorme (desde las hormigas que protegen o se sacrifican por sus hermanas, hasta los políticos que aprovechan su cargo para enchufar a sus familiares en cargos inmerecidos).
El vídeo muestra a Binti Jua, gorila del zoo de Brookfield (EEUU) protegiendo a un niño que cayó al foso de los gorilas. El suceso se hizo muy famoso porque Binti (sobrina de la famosa Koko, que utiliza lenguaje de signos para comunicarse) protegió al niño herido, separándolo de los demás animales, y llevándolo donde los encargados del zoo pudiesen recogerlo. Quizás los más conocidos sean las hormigas y los murciélagos vampiros. En las sociedades de hormigas solo se reproduce la reina (ahora sabemos que pueden existir varias por cada hormiguero), mientras que las obreras se sacrifican “trabajando”, por los demás. Los vampiros son una subfamilia de murciélagos, compuesta únicamente por tres especies americanas. Debido a su fisiología tan especial tienen una fuerte dependencia por el alimento, si pasan dos días sin tomar sangre pueden llegar a morir. Cuando un animal vuelve con su grupo después de haberse alimentado, comparte el alimento con aquellos que no han tenido la misma suerte. Una acción que probablemente debilite al murciélago altruista, pero que puede salvar la vida del más débil. Un pequeño esfuerzo para un gran beneficio del prójimo. A medida que se realizaban estudios en biología, poco a poco comprobábamos que estos comportamientos aparentaban no tener sentido. Los requerimientos necesarios para que la evolución diese lugar a un comportamiento “por el bien del grupo” parecían casi imposibles de dilucidar. Fue W.D. Hamilton (1936-2000) quién dio con la solución. Hamilton, quien, en opinión de Richard Dawkins debería ser considerado como el más grande biólogo desde Darwin, es conocido por sus trabajos en el “sex ratio” o proporción de sexos, el origen parasitario del sexo, y por supuesto por la selección de parentesco (idea que fue originalmente sugerida por el mismísimo Darwin). Con un sencillísimo razonamiento (acompañado de una ecuación igualmente sencilla) Hamilton daba con la clave de gran parte de los comportamientos altruistas, que observamos en el mundo natural. Su tesis podría resumirse de la siguiente forma: cuanto más cercanamente emparentados estemos con alguien, más genes nuestros estarán presentes en ese individuo. Todo comportamiento que favorezca la reproducción de esos genes estará favoreciendo los nuestros, en una proporción directamente relacionada con la cercanía del parentesco. Esta es una idea de un poder enorme, de esas que cambian la historia de la ciencia. Richard Dawkins utiliza esta ecuación al hablar del poder de la selección natural como teoría evolutiva, pero es perfectamente aplicable a la selección por parentesco. Mientras que la simplicidad del razonamiento parece ridícula la cantidad de comportamientos que explica es enorme (desde las hormigas que protegen o se sacrifican por sus hermanas, hasta los políticos que aprovechan su cargo para enchufar a sus familiares en cargos inmerecidos).
Algún
lector estará pensando que esta teoría no explica completamente el
altruismo, y mucho menos la bondad. Una teoría que nos explica la bondad
hacia los familiares no es suficiente para explicar el altruismo. Pocos
se atreverían a asegurar que la motivación de una hormiga para proteger
a la reina de su colonia puede ser comparable a la de aquella persona
que arriesga su vida para salvar a alguien en un incendio. Llamar
altruismo a algunos de los fenómenos que puede explicar esta teoría
(infertilidad en hormigas obreras vs fertilidad en reinas), puede ser
homologable a pensar que la teoría del gen egoísta nos convierte a
nosotros en egoístas.
Si
nos preguntamos por cuál es la diferencia entre el altruismo que
explica la ecuación de Hamilton y el “verdadero altruismo” (aquel que
podemos mostrar ante cualquiera y sin esperar nada a cambio),
rápidamente entenderemos que la respuesta se encuentra en las emociones.
El neurocientífico portugués Antonio Damasio es quizás la persona más
citada en cualquier estudio que pretenda adentrarse en este terreno,
ignorado por la ciencia durante demasiado tiempo, y por ello tan
desconocido para muchos.
Damasio
distingue las emociones de los sentimientos; unas son respuestas
relativamente rápidas y automáticas de regiones “primitivas” de nuestro
cerebro, mientras que los sentimientos son más elaborados, prolongados
en el tiempo, y están relacionados con la reflexión consciente sobre las
propias emociones. Si ignoramos los llamados “sentimientos emocionales”
jamás entenderemos el altruismo en toda su expresión.
Como
es habitual, al igual que ocurría con el altruismo y tantas otras
cuestiones , durante mucho tiempo se creyó que los sentimientos eran
patrimonio exclusivo de los seres humanos. Era comúnmente aceptado que
los animales podían ser sujetos emocionales, presentaban comportamientos
propios de tener hambre, miedo, agresividad, etc… pero casi nadie creía
que podían sentir amor, odio, o simpatía. Estos eran estados del alma
humana, inalcanzables para los llamados “animales irracionales” (que
curiosamente eran todos menos nosotros).
Hoy
sabemos que no es verdad; muchos científicos han llegado a las mismas
conclusiones mediante métodos muy distintos, aunque probablemente el más
evidente sea el de los neurocientíficos. Mediante la estimulación de
determinadas regiones cerebrales comunes en todos los mamíferos, se ha
podido constatar cómo aquellos “estados del alma” que creíamos
exclusivos nuestros, son comunes en innumerables especies (en todos los
mamíferos y probablemente se encuentren incluso en las aves).
Una
vez que nos hemos tragado nuestro orgullo como seres humanos (algo que
no debe de ser fácil dado su tamaño), nos queda preguntar de qué forma
se relacionan las emociones con el “verdadero altruismo”. Para ello
recomiendo recurrir al trabajo de Frans de Waal, uno de los primatólogos
más importantes del mundo, y probablemente uno de los primeros en
interesarse por las emociones animales. Gracias a sus estudios hemos
aprendido que la empatía, la capacidad para ponernos en la piel de otros
emocionalmente, está muy extendida en la naturaleza. Es la capacidad
para experimentar las emociones y sentimientos de aquellos individuos
que nos rodean, y es uno de los pilares del “verdadero altruismo”.
Lo
cierto es que, aunque el mecanismo neuronal implicado es aún
desconocido (algunos autores como VS Ramachandran lo relacionan con las
neuronas espejo), es una habilidad muy bien estudiada, y que aparece
sorprendentemente extendida en todos los mamíferos. Desde las ratas
hasta los primates, grupo al que pertenecemos nosotros, todos los
estudiados presentan la habilidad de preocuparse por el estado emocional
de otros.
En
este vídeo, que pertenece a un experimento publicado en Science en
2011, por la doctora Peggy Mason, podemos ver cómo una rata rescata a
una compañera atrapada en una jaula. El mecanismo de apertura es lo
suficientemente complejo como para que esto no ocurra por casualidad. La
rata no lo hace solo por curiosidad, ya que lo repite durante
muchísimos días (mucho más de lo que tarda normalmente en aburrirse por
algo). Tampoco lo hace para inhibir los gritos de socorro (que podrían
resultar molestos), pues son pocos y muy espaciados en el tiempo. Es
más, en otro curioso experimento (incluido en la publicación pero no en
el vídeo) incluso llegan a usar chocolate. Una rata enjaulada, y
chocolate en otra jaula, el individuo altruista debe decidir cuál
rescatar (y les encanta el chocolate). Las ratas mostraron tanto interés
en el chocolate como en salvar a sus compañeras. Pero hay más, después
de rescatar a la rata atrapada, la rescatadora no consume todo el
chocolate, ¡deja la mitad para la pobre rata rescatada! Un acto
absolutamente alucinante.
Pero ¿por qué hacemos esto? ¿Qué ha hecho que nos preocupemos por los demás? Y ¿por qué deberían importarnos los demás?
Con
la selección natural no solo se han favorecido aquellos comportamientos
que invertían su esfuerzo en los individuos genéticamente similares,
también se ha favorecido la actitud de ayuda hacia los demás, aunque no
exista parentesco. Vuelve a ser una idea muy sencilla la que explica el
problema, pero esta vez es gracias a la teoría de juegos (desarrollada
por matemáticos originalmente para su uso en economía, se ha convertido
en una herramienta de increíble utilidad en biología evolutiva).
Cuando
se es lo suficientemente inteligente, ayudar a los demás supone que
tarde o temprano alguien te ayudará a ti. Los animales sociales se
benefician de ello, y cuanto más inteligente es el animal, mayor es el
grado de empatía que profesa, pues mayor es su capacidad para intuir los
estados emocionales de los demás, y mayor su habilidad para ponerle
solución.
Esto
contrasta fuertemente con la idea extendida de que la naturaleza es una
continua lucha sangrienta por la supervivencia. Quizás va siendo hora
de que dejemos de verla así únicamente como un escenario de crueldad, y
ha llegado ya el momento de dejar de usar el término “animal” como
sinónimo de persona sin sentimientos, ajena al dolor ajeno.
Una
vez más la ciencia va por delante de la sociedad, y es esta la que
tiene que asumir lentamente que el mundo no es siempre como lo
imaginamos.
Sobre el autor: Antonio José Osuna Mascaró es investigador predoctoral en paleontología en la Universidad de Granada y autor de “El error del pavo inglés“
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