sábado, 23 de marzo de 2013

El origen natural del bien

Hay cuestiones que han acompañado a la humanidad probablemente desde su más tierna infancia; algunas de ellas no tienen respuesta, ni la tendrán nunca, y no porque nuestra cognición limitada sea incapaz de encontrarla, sino porque, sencillamente, no están bien formuladas (son un “error del pavo inglés” si me permitís la expresión).
Otras en cambio sí que pueden tenerla, y una de ellas ha sido cuestionada en la mayor parte de las mitologías religiosas del mundo: ¿Cuál es el origen del bien?
Muchas son las personas que se lo han preguntado a lo largo de la historia, y muchas más son las que aún se lo plantean. Es una de esas cuestiones permanentes que ha hecho esforzarse a los grandes pensadores y han sido tantos y tan importantes que si afirmáramos conocer la respuesta, y ello hubiera sido posible gracias a la ciencia, a muchos les parecería presuntuoso, exagerado e incluso puede que un insulto a religiones y filosofías.
Pues, si tantos grandes filósofos se lo han planteado, si tantas religiones tienen explicaciones (aunque sean contradictorias), ¿cómo un simple biólogo va a conocer la respuesta? Pues es tan sencillo porque cada biólogo, parafraseando a Bernardo de Chartres, camina sobre hombros de gigantes, y éstos son mucho más grandes que cualquier filósofo que haya existido. Además, para hacer una simple tarta de manzana, es necesario previamente crear un universo, como Carl Sagan nos enseñó. Gracias a que conocemos la teoría evolutiva, y debido al trabajo de miles de científicos, podemos aventurarnos a dar respuestas sólidas a cuestiones como ésta.
El bien, o la bondad, son sinónimos del altruismo estudiado por muchos biólogos evolutivos. Es la capacidad de beneficiar a los demás a costa de uno mismo. Durante mucho tiempo, incluso los científicos lo consideraron algo exclusivo de nuestra especie, propio de esa supuesta “consciencia superior humana”, inalcanzable para el resto de los animales, que vivían supuestamente ajenos al sufrimiento de otros. Con el tiempo descubrimos que no era así.
Se han ido acumulando muchos ejemplos de comportamientos altruistas en animales parecía como si actuasen en beneficio del grupo, o incluso de su especie, aunque la acción supusiese riesgos, o la propia muerte del animal.

  El vídeo muestra a Binti Jua, gorila del zoo de Brookfield (EEUU) protegiendo a un niño que cayó al foso de los gorilas. El suceso se hizo muy famoso porque Binti (sobrina de la famosa Koko, que utiliza lenguaje de signos para comunicarse) protegió al niño herido, separándolo de los demás animales, y llevándolo donde los encargados del zoo pudiesen recogerlo. Quizás los más conocidos sean las hormigas y los murciélagos vampiros. En las sociedades de hormigas solo se reproduce la reina (ahora sabemos que pueden existir varias por cada hormiguero), mientras que las obreras se sacrifican “trabajando”, por los demás. Los vampiros son una subfamilia de murciélagos, compuesta únicamente por tres especies americanas. Debido a su fisiología tan especial tienen una fuerte dependencia por el alimento, si pasan dos días sin tomar sangre pueden llegar a morir. Cuando un animal vuelve con su grupo después de haberse alimentado, comparte el alimento con aquellos que no han tenido la misma suerte. Una acción que probablemente debilite al murciélago altruista, pero que puede salvar la vida del más débil. Un pequeño esfuerzo para un gran beneficio del prójimo. A medida que se realizaban estudios en biología, poco a poco comprobábamos que estos comportamientos aparentaban no tener sentido. Los requerimientos necesarios para que la evolución diese lugar a un comportamiento “por el bien del grupo” parecían casi imposibles de dilucidar. Fue W.D. Hamilton (1936-2000) quién dio con la solución. Hamilton, quien, en opinión de Richard Dawkins debería ser considerado como el más grande biólogo desde Darwin, es conocido por sus trabajos en el “sex ratio” o proporción de sexos, el origen parasitario del sexo, y por supuesto por la selección de parentesco (idea que fue originalmente sugerida por el mismísimo Darwin). Con un sencillísimo razonamiento (acompañado de una ecuación igualmente sencilla) Hamilton daba con la clave de gran parte de los comportamientos altruistas, que observamos en el mundo natural. Su tesis podría resumirse de la siguiente forma: cuanto más cercanamente emparentados estemos con alguien, más genes nuestros estarán presentes en ese individuo. Todo comportamiento que favorezca la reproducción de esos genes estará favoreciendo los nuestros, en una proporción directamente relacionada con la cercanía del parentesco. Esta es una idea de un poder enorme, de esas que cambian la historia de la ciencia. Richard Dawkins utiliza esta ecuación al hablar del poder de la selección natural como teoría evolutiva, pero es perfectamente aplicable a la selección por parentesco. Mientras que la simplicidad del razonamiento parece ridícula la cantidad de comportamientos que explica es enorme (desde las hormigas que protegen o se sacrifican por sus hermanas, hasta los políticos que aprovechan su cargo para enchufar a sus familiares en cargos inmerecidos).


Algún lector estará pensando que esta teoría no explica completamente el altruismo, y mucho menos la bondad. Una teoría que nos explica la bondad hacia los familiares no es suficiente para explicar el altruismo. Pocos se atreverían a asegurar que la motivación de una hormiga para proteger a la reina de su colonia puede ser comparable a la de aquella persona que arriesga su vida para salvar a alguien en un incendio. Llamar altruismo a algunos de los fenómenos que puede explicar esta teoría (infertilidad en hormigas obreras vs fertilidad en reinas), puede ser homologable a pensar que la teoría del gen egoísta nos convierte a nosotros en egoístas.
Si nos preguntamos por cuál es la diferencia entre el altruismo que explica la ecuación de Hamilton y el “verdadero altruismo” (aquel que podemos mostrar ante cualquiera y sin esperar nada a cambio), rápidamente entenderemos que la respuesta se encuentra en las emociones. El neurocientífico portugués Antonio Damasio es quizás la persona más citada en cualquier estudio que pretenda adentrarse en este terreno, ignorado por la ciencia durante demasiado tiempo, y por ello tan desconocido para muchos.
Damasio distingue las emociones de los sentimientos; unas son respuestas relativamente rápidas y automáticas de regiones “primitivas” de nuestro cerebro, mientras que los sentimientos son más elaborados, prolongados en el tiempo, y están relacionados con la reflexión consciente sobre las propias emociones. Si ignoramos los llamados “sentimientos emocionales” jamás entenderemos el altruismo en toda su expresión.
Como es habitual, al igual que ocurría con el altruismo y tantas otras cuestiones , durante mucho tiempo se creyó que los sentimientos eran patrimonio exclusivo de los seres humanos. Era comúnmente aceptado que los animales podían ser sujetos emocionales, presentaban comportamientos propios de tener hambre, miedo, agresividad, etc… pero casi nadie creía que podían sentir amor, odio, o simpatía. Estos eran estados del alma humana, inalcanzables para los llamados “animales irracionales” (que curiosamente eran todos menos nosotros).
Hoy sabemos que no es verdad; muchos científicos han llegado a las mismas conclusiones mediante métodos muy distintos, aunque probablemente el más evidente sea el de los neurocientíficos. Mediante la estimulación de determinadas regiones cerebrales comunes en todos los mamíferos, se ha podido constatar cómo aquellos “estados del alma” que creíamos exclusivos nuestros, son comunes en innumerables especies (en todos los mamíferos y probablemente se encuentren incluso en las aves).
Una vez que nos hemos tragado nuestro orgullo como seres humanos (algo que no debe de ser fácil dado su tamaño), nos queda preguntar de qué forma se relacionan las emociones con el “verdadero altruismo”. Para ello recomiendo recurrir al trabajo de Frans de Waal, uno de los primatólogos más importantes del mundo, y probablemente uno de los primeros en interesarse por las emociones animales. Gracias a sus estudios hemos aprendido que la empatía, la capacidad para ponernos en la piel de otros emocionalmente, está muy extendida en la naturaleza. Es la capacidad para experimentar las emociones y sentimientos de aquellos individuos que nos rodean, y es uno de los pilares del “verdadero altruismo”.
Lo cierto es que, aunque el mecanismo neuronal implicado es aún desconocido (algunos autores como VS Ramachandran lo relacionan con las neuronas espejo), es una habilidad muy bien estudiada, y que aparece sorprendentemente extendida en todos los mamíferos. Desde las ratas hasta los primates, grupo al que pertenecemos nosotros, todos los estudiados presentan la habilidad de preocuparse por el estado emocional de otros.



En este vídeo, que pertenece a un experimento publicado en Science en 2011, por la doctora Peggy Mason, podemos ver cómo una rata rescata a una compañera atrapada en una jaula. El mecanismo de apertura es lo suficientemente complejo como para que esto no ocurra por casualidad. La rata no lo hace solo por curiosidad, ya que lo repite durante muchísimos días (mucho más de lo que tarda normalmente en aburrirse por algo). Tampoco lo hace para inhibir los gritos de socorro (que podrían resultar molestos), pues son pocos y muy espaciados en el tiempo. Es más, en otro curioso experimento (incluido en la publicación pero no en el vídeo) incluso llegan a usar chocolate. Una rata enjaulada, y chocolate en otra jaula, el individuo altruista debe decidir cuál rescatar (y les encanta el chocolate). Las ratas mostraron tanto interés en el chocolate como en salvar a sus compañeras. Pero hay más, después de rescatar a la rata atrapada, la rescatadora no consume todo el chocolate,  ¡deja la mitad para la pobre rata rescatada! Un acto absolutamente alucinante.
Pero ¿por qué hacemos esto? ¿Qué ha hecho que nos preocupemos por los demás? Y ¿por qué deberían importarnos los demás?
Con la selección natural no solo se han favorecido aquellos comportamientos que invertían su esfuerzo en los individuos genéticamente similares, también se ha favorecido la actitud de ayuda hacia los demás, aunque no exista parentesco. Vuelve a ser una idea muy sencilla la que explica el problema, pero esta vez es gracias a la teoría de juegos (desarrollada por matemáticos originalmente para su uso en economía, se ha convertido en una herramienta de increíble utilidad en biología evolutiva).
Cuando se es lo suficientemente inteligente, ayudar a los demás supone que tarde o temprano alguien te ayudará a ti. Los animales sociales se benefician de ello, y cuanto más inteligente es el animal, mayor es el grado de empatía que profesa, pues mayor es su capacidad para intuir los estados emocionales de los demás, y mayor su habilidad para ponerle solución.
Esto contrasta fuertemente con la idea extendida de que la naturaleza es una continua lucha sangrienta por la supervivencia. Quizás va siendo hora de que dejemos de verla así únicamente como un escenario de crueldad, y ha llegado ya el momento de dejar de usar el término “animal” como sinónimo de persona sin sentimientos, ajena al dolor ajeno.
Una vez más la ciencia va por delante de la sociedad, y es esta la que tiene que asumir lentamente que el mundo no es siempre como lo imaginamos.
Sobre el autor: Antonio José Osuna Mascaró es investigador predoctoral en paleontología en la Universidad de Granada y autor de “El error del pavo inglés

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